domingo, septiembre 13, 2009

Nostalgia nopalera (Divagaciones imaginarias)





El 4 de marzo de 1517, Bernal Díaz del Castillo ve aproximarse 10 piraguas llenas de mexicanitos (mayas) curiosos que iban a inspeccionar quiénes eran esos hombres y qué cosas eran esas embarcaciones que no habían visto en su vida. Esto sucedió en Cabo Catoche. Los españoles les dieron unos rosarios y otros objetos para entretenerlos mientras ya se empezaban a frotar las manos viendo la suntuosidad de los templos y ciudades mayas. Qué momento debió ser ese, quizás lo más cercano a lo que sería un encuentro con un extraterrestre. Y ahí empezó todo: la ambición, la codicia, la violencia, la impostura, el revoltijo, la mezcla, el sincretismo; la construcción de una nueva cultura. Quién sabe si no empezó también a crearse el enorme acervo de chistes sobre gallegos que exite en el repertorio popular (a saber si desde épocas prehispánicas los mexicas eran buenos para la chanza). Sucede también el repudio a la imagen, la iconoclastia, la incomprensión de los cultos indígenas. Esa actitud seguirá siendo el talón de Aquiles de la gente, el no saber respetar la otredad, la diferencia, el creer que lo que uno mamó desde la cuna es lo mejor, lo más adecuado, y todo lo que es diferente es erróneo o equivocado. Los españoles del XVI estában llenos de humanismo, de erasmismo; los primeros franciscanos que llegan a México llevan los libros de Erasmo bajo el brazo, así que con todo ese bagaje filosófico, se enfrentan a pirámides, templos y ritos. El resultado: incomprensión total. Lo curioso del asunto, es que esa misma incomprensión que debieron sentir esos españoles ante serpientes emplumadas y jaguares con lenguas azules, es la misma que seguimos sintiendo la mayoría de los mexicanos actuales cuando caminamos por Teotihuacán. Sin ser muy religioso es más fácil que uno entre a una iglesia católica y más o menos tenga una idea de las cosas que ahí encuentra que si se para uno ante una cabeza olmeca. Todos esos ociosos que se visten de blanco y se trepan a la pirámide del sol a recibir las buenas vibras cósmicas son unos pobres advenedizos que seguramente hacen yoga también y leen los libros de Osho, haciendo un frangollo que se les debe quedar atorado a la altura de la glotis. Nunca entenderemos del todo lo que fue toda esa cultura. Seguirán existiendo las señoritas que se asusten cuando les hablen de los sacrificios humanos, pero que ir al temascal les resulte de lo más "cool", que el pulque les resulte vomitivo pero bauticen a su hijo como Cuauhtémoc para decirle cariñosamente "Cuau". Pero esa cultura está ahí debajo, subyacente, latente, como el Templo Mayor está debajo de la Catedral Metropolitana (y que afirmo que algún día se vendrá abajo intempestivamente y se erguirá de nuevo, suntuoso y glorioso el centro de la Gran Tenochtitlán). Se dice que Pedro de Alvarado y Hernán Cortés vivían con el Jesús en la boca porque temían que en cualquier momento los indígenas s
e les echaran encima, o porque se rumoraba que sabían cómo manipular el agua de los lagos para inundar la ciudad. Qué divertido que debió ser ver la paranoia de los conquistadores. Imagino al buen Hernán diciéndole al Pedro "¿y si sí?". Y a Pedro pronunciando quizás el primer "chale" de la historia. Ni los indígenas inundaron la ciudad (la ciudad se inunda solita cada que llueve) ni el Templo Mayor ha resurgido a cabezazos, pero la venganza azteca está ahí, palpitante. Esto lo escribo solamente porque extraño México, porque estando lejos lo valoro más, lo critico más, y lo amo más, y me muero de ganas por estar allá olfateándolo, mirándolo, sufriéndolo y paladeándolo. Finalmente, por más que reniegue, ese es el país que me ha dado contexto, que me ha dado cultura y que me ha dado la personalidad que tengo. Así que por primera vez en mi vida exclamaré, como les encanta exclamar a mis pintorescos compatriotas: ¡que viva México chingaos!