miércoles, marzo 16, 2011

Luigi y sus ruidosos


Me caen simpáticos los futuristas. De hecho, varios de los ismos de principios del siglo XX me son simpáticos. Me divierten los futuristas y sus loas a la velocidad, la tecnología, la destrucción del pasado, la violencia, las armas, el ruido. Me gusta la pintura de Umberto Boccioni y la de Giacomo Balla; me agrada que al primer crítico que juzgó torpes sus pinturas y propuestas lo corretearon hasta dar con él propinándole una buena paliza que tuvo como resultado el que el crítico se pasara a su bando y fuera uno de los principales difusores del movimiento. Me agradan las propuestas musicales de Luigi Russolo y su arte del ruido, así como el diseño de sus Intonarumori que debieron divertir mucho a Marinetti y erizarle los pelos a más de un pequeñoburgués de la época. Ya Apollinaire los secundaba escribiendo:

Técnicas incesantemente renovadas o ritmos:

Literatura pura Palabras en libertad Invención de palabras

Plástica pura (5 sentidos)

Creación invención profecía

Descripción onomatopéyica

Música total y Arte de los ruidos

Mímica universal y Arte de las luces

Maquinismo Torre Eiffel Brooklyn y rascacielos


Todo bien con estos chicos, incluidas sus belicosidades. Pero ¿el ruido? ¿Realmente el encomio y generación del ruido puede servir para algún fin artístico, liberador, iluminador o algo parecido? Sirve para molestar indiscutiblemente, y eso le da cierto atractivo pero no es suficiente con eso, tendría que ofrecer algo más que incordio. Ya quisiera yo ver a Luigi y a Filippo intentar escribir, pintar o componer en sus casas cuando afuera están pavimentando la calle o a cualquiera de las horas pico. Claro, en los albores del siglo XX los ruidos eran otros. Los Intonarumori de Russolo no emiten sonoridades que le crispen los nervios a nadie en estos días, pero supongo que en aquéllos, un poco sí.

Odio el ruido, amo el silencio. O dicho de otra manera: me gusta vivir en un entorno donde el ruido cede el paso al silencio cuando lo tiene que haber. Pero vivo en una avenida que no parece tener ni un minúsculo cubículo para el silencio, ese silencio bien amado no habita aquí, ha sido expoliado, ha emprendido un éxodo hacia nadie sabe dónde. No hay momento del día, en sus 24 horas, ni en la semana, en sus 7 días, que reaparezca el silencio que seguro alguna vez, hace décadas, desplegaba su serenidad a la hora en que las buenas almas se disponían a descansar. No me he dado a la tarea de contar (porque no quiero amargarme aun más) cuántas ambulancias y patrullas pasan con la sirena encendida. Creo que el volumen de las sirenas se ha acrecentado debido precisamente a que el ruido general ha aumentado. ¿Quién puede concentrarse en algún acto meditabundo, de apreciación espiritual o creación cuando afuera los camioneros gustan de "frenar con el motor" haciendo que todo el edificio trepide como si de un terremoto se tratase?

Schopenhauer era malhumorado, eso todo mundo lo sabe, y se dice que le dio patada y empellón a una señora precisamente porque hacía mucho ruido. Incluso el buen Arthur se permitió escribir un ensayo sobre el ruido y cómo quebranta todas las nobles intenciones del artista y el filósofo. Lo curioso del ensayo, y hasta tierno diría yo, es que Schopenhauer sitúa en el grado máximo de estertor, el chasquido producido por los látigos de los cocheros que "imposibilita toda vida tranquila, paraliza el cerebro, asesina el pensamiento". Afortunado él que no tuvo que soportar la jerigonza del tamalero a todo lo que da su altavoz a las 7 de la mañana, o los helicópteros merodeando para captar las noticias "desde el aire", o el claxon que tan felices hace a todos esos primates que van echados en sus automóviles. Pero el ruido es, como todo en la vida, producto de su tiempo. Si fuera yo investigador y erudito, emprendería la tarea de trazar el camino de los ruidos a través de la historia, me parece un tema sustancioso.

Ese gran hombre que fue Daisetz Suzuki dijo alguna vez, en una conferencia que pronunció en Londres, que él era un humilde campesino proveniente de un lugar donde las casas tienen techos de paja y las ventanas, a diferencia de las occidentales, que son un mero hueco, ocupan toda la pared, y cuando se abren, unen el jardín con la casa, el jardín es una casa la casa es un jardín. Entonces Suzuki contempla los árboles de su jardín y "me parece estar viviendo con ellos y ellos en mí y conmigo". Tiene un pequeño estanque también, y escucha el chapotear de los peces que saltan y para él, ese nadar saltarín es signo de que los peces están felices, no lo puede saber con certeza, pero intuye que es así. Me pregunto cómo sería la vida de uno que vive entre el estrépito tecnológico, si cada mañana amaneciera mirando los árboles en derredor y escuchando a los peces saltar en el estanque.

Sospecho que el problema del ruido no reside en el ruido mismo, sino dentro del neurótico cerebro de los quejosos citadinos, al menos de éste citadino en particular. Es posible que si hubiera vivido con el maestro Suzuki, en algún momento lo hubiera espetado con algo así como "¿podrías cerrar la puta ventana que esos pinches pescados no me dejan dormir?